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¿Dios es realmente el tesoro que yo busco?


XVII domingo del tiempo ordinario

En los domingos anteriores, a través de una serie de parábolas, Jesús nos ha explicado cómo es el Reino de los cielos, tratándonos siempre de convencer de la paciencia y de la generosidad de Dios, de la importancia de la buena semilla, del deseo de Dios de que demos buenos frutos, de lo silencioso que trabaja en nosotros la gracia y la Palabra divina y tantas enseñanzas más; pues el día de hoy cierra este ciclo de parábolas resumiéndonos que el Reino de los cielos es el tesoro más valioso, es la perla más fina, que al encontrarle, vale la pena vender todo con tal de adquirirle (cfr. Mt. 13, 44-52).

Desde luego el Reino de los cielos no es algo material. Los tesoros materiales, si no les damos su lugar y significado justo, nos materializan, nos cosifican, nos atan demasiado a unas dimensiones espacio-temporales, por eso las luchas por tenerlos hacen que el hombre se enfrente constantemente contra el hombre. Los tesoros materiales tienen un límite y un precio, mientras el ser humano no puede ser encerrado en esos límites de la materia y del tiempo, ni subastarse en un precio. Desde lo más profundo de su ser, el hombre reclama trascendencia y plenitud, y eso sólo lo puede dar de modo cabal Dios; por eso Dios es el tesoro más valioso.

Sin duda, el tesoro y la perla valiosa que nos presenta Jesús en el Evangelio, es Dios mismo que está entre nosotros. Somos el campo de Dios y en este campo está el más preciado de todos los tesoros, está Dios mismo que, a través de su Hijo, puso su morada entre nosotros. Él es la perla fina depositada en nosotros desde el día del bautismo y que va fortaleciendo su presencia en cada sacramento, en cada acto de encuentro con Él.

Descubrirnos como el campo de Dios y pedirle que nos de la buena semilla, es lo que nos abre a la esperanza y trascendencia más alta, como sucedió con Salomón, a quien el mismo Dios le propone: “Pídeme lo que quieras y yo te lo daré”… a lo cual Salomón responde: “… te pido me concedas sabiduría de corazón para que sepa gobernar a tu pueblo y distinguir entre el bien y el mal”. Sin más Dios le contesta: “Por haberme pedido esto, y no una larga vida, ni riquezas, ni la muerte de tus enemigos, sino sabiduría… yo te concedo lo que me has pedido. Te doy un corazón sabio y prudente, como no lo ha habido antes, ni lo habrá después de ti. Te voy a conceder, además, lo que no más has pedido: tanta gloria y riqueza, que no habrá rey que se pueda comparar contigo” (1 Re. 3, 5.7-12). Así es Dios, cuando le pedimos a lo grande, a lo verdaderamente grande, siempre nos da de más.

Convenzámonos de que nuestro corazón es el campo de Dios y que Él busca la oportunidad para sembrar la buena semilla, como lo hizo en Salomón. Convenzámonos de que en lo más sagrado de nuestro corazón, está Dios, que es el tesoro más valioso; por eso no permitamos que otros tesoros nos distraigan, pues por desgracia en la vida tenemos el riesgo de irnos llenando de cosas o envolvernos en situaciones que, cuando acordamos, el tesoro más valioso pasa a segundo término.

Si nos contentamos viviendo en las simples circunstancias y preocupaciones cotidianas de la vida, sin reafirmarnos y alimentarnos en la fe y el amor de Dios, nuestras perspectivas existenciales siempre serán cortas. O si por una parte estamos convencidos de que existe Dios y de que nos ama, pero en la práctica no le permitimos influir en nuestra vida y no aprendemos a construir desde Él, entonces su buena semilla no dará los frutos que nuestra vida puede dar.

El Reino de los cielos consiste en encontrar el tesoro más valioso que es Dios, pero sobre todo consiste en nosotros dejarnos encontrar por Él.

Pbro. Carlos Sandoval Rangel
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