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Y a ti, una espada te atravesará el alma


Fiesta de la presentación del Señor

“¡Puertas, ábranse de par en par; agrándense, portones eternos, porque va a entrar el rey de la gloria!” (Salmo 23); éstas eran las exclamaciones que con gran júbilo el pueblo cantaba cuando llegaba el Arca de la Alianza, donde se contenían las tablas de la ley. Para el pueblo era un honor y motivo de gloria el hecho de que Dios les hubiera dado unos preceptos, que les orientaba en el modo de llevar su vida. Además, a partir de esos preceptos, Dios había hecho una Alianza con su pueblo: Si observar estos mandatos, tú serás mi pueblo y yo seré tu Dios. Las tablas donde estaban escritos dichos mandatos se guardaban en el Arca, por eso era llamada el Arca de la Alianza.

Pero esos preceptos, fruto de sabiduría de Dios, dados al pueblo por escrito en tablas de piedra, sólo eran un signo de lo que vendría después en Cristo, quien es la sabiduría divina encarnada, que viene a escribir su precepto de amor, ya no en unas piedras, sino en nuestros corazones. Si los mandamientos le señalaban al pueblo el camino, ahora llega Cristo que Él mismo es el camino y viene para sellar en la Cruz la nueva y definitiva Alianza, que une de modo perfecto lo humano y lo divino.

Si el pueblo se alegraba y cantaba al llegar el Arca de la Nueva Alianza, ahora la alegría debe ser más grande por la presencia de Cristo, luz y salvación de todos los pueblos. Por eso el regocijo del anciano Simeón y de la profetisa Ana, cuando vieron al niño Jesús, el día que fue presentado por José y María en el templo. De ahí las palabras del anciano: “Señor, ya puedes dejar morir en paz a tu siervo, según lo que me habías prometido, porque mis ojos han visto a tu Salvador, al que has preparado para bien de todos los pueblos, luz que alumbra a las naciones y gloria de tu pueblo, Israel” (Lc. 2, 29-32). Pues en realidad, cuando Jesús está con nosotros ya no hay nada mayor a lo cual se pueda aspirar en la vida.

Pero, el anciano Simeón, además de poner de manifiesto su alegría, haciendo ver que aquella es la dicha más grande de su vida, al grado que ya puede morir en paz, también dirige a María unas palabras, en las cuales, pone en claro el significado de aquel niño: “Este niño ha sido puesto para ruina y resurgimiento de muchos en Israel, como signo que provocará contradicción, para que queden al descubierto los pensamientos de todos los corazones” (Lc. 2, 34-35). Un niño, “signo de contradicción”, que, a través de su nacimiento, vida pública, muerte y resurrección, dará cumplimiento a las promesas divinas. Es una luz que pone al descubierto el contenido de cada corazón, exaltando la bondad de muchos, paro también poniendo al descubierto la maldad de otros.

Pero lo más sublime de las palabras del anciano Simeón queda expresado en lo último que le dice a María: “Y a ti, una espada atravesará tu alma” (Lc. 2, 35). María es la primera redimida, pera también la primera creyente. Sólo quien es redimido y se convierte en verdadero creyente puede ser fiel como María, incluso en la prueba de la Cruz, soportando que una espada le traspase el corazón. Pero esa espada no indica solo el dolor de ver a su Hijo clavado en la Cruz y su fidelidad para mantenerse ahí de pie, esa espada es también y, ante todo, el amor que penetra lo más profundo de su corazón, de donde derrama vida y dulzura para todos nosotros. No sólo fue fiel a su Hijo, también se mantiene fiel con nosotros, pues nos sigue amando con el mismo amor con que amó a su Hijo.

¡Madre Santa, María, no dejes de amarnos y de contagiarnos de ese amor que te unió profundamente a tu Hijo, de lo contrario sucumbiremos en nuestras faltas de fe. Especialmente únenos a tu Hijo en el misterio de la Eucaristía!

Pbro. Carlos Sandoval Rangel
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