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Dichosos los que creyendo ponen su confianza en Dios


Dichosos los que creyendo ponen su confianza en Dios

XIX domingo del tiempo ordinario

No hay peor desgracia que vivir lejos de Dios, pues, sin Él, el ser humano se convierte en un solitario vagabundo, vacío de amor y de sentido, expuesto siempre a sucumbir en la menor circunstancia. En cambio, el que de verdad confía en Dios, siempre encontrará un motivo grande para vivir, donde ni el sufrimiento, ni la muerte, le arrebatarán el sentido de su vida; pues del Señor viene el consuelo, la fortaleza, la seguridad y la esperanza.

Como nos recuerda la carta a los Hebreos, en Dios confió Abraham, quien superando diversas pruebas, fue premiado él y su descendencia con la posesión de la tierra prometida, signo de la gloria definitiva. Por la fe en Dios, Sara, esposa de Abraham, y muchas santas mujeres tuvieron la dicha de dar a luz a pesar de su avanzada edad, convirtiéndose en un signo de la misericordia divina en favor de los más desfavorecidos. Abraham y Sara entendiendo que eran peregrinos de esta tierra, prefirieron poner toda su confianza en Dios (cfr. Heb. 11, 1ss). Pero igual que ellos, a lo largo del Antiguo Testamento, encontramos innumerables personas, como los demás patriarcas, los reyes, los profetas y tantos más, a quienes, por su fe en Dios, hasta la fecha se les sigue reconociendo como dichosos.

Pero los más grandes motivos y el mejor ejemplo de la confianza en Dios nos lo da Cristo. Abraham no dudó en sacrificar a su hijo, como se lo pedía el Señor; pero Cristo no dudó en entregar Él mismo su propia vida, siempre en la confianza de que el Padre le ayudaría a rescatarla; sabiendo además que la vida que rescataba era mejor. En esa confianza les dice a sus discípulos: “No temas, rebañito mío, porque tu Padre ha tenido a bien darte el reino” (Lc. 12, 32). ¿Qué podríamos perder al confiar en Dios, que valga más que su reino?

Abraham tenía tierras, creencias, prestigios y seguridades, y lo dejo todo, creyendo que Dios le daría una tierra fértil y que lo haría padre de una gran descendencia. Cristo contaba con la gloria divina en el cielo, pero confiando en el proyecto de salvación del Padre celestial, asumió la condición humana y vino para mostrarnos el rostro amoroso de Dios. Nosotros a veces no tenemos mucho que dejar, ¿cuánto poseemos que valga más que el reino de Dios? Él quiere que seamos su pequeño rebaño, a quien él pueda guiar, curar y llevar a buenos pastos. Somos un pequeño pueblo de Dios, a quien Él quiere amar. Somos pequeñas criaturas a quien Dios quiere enaltecer con su presencia.

El que cree en Dios no solo es dichoso por creer, sino también porque, creyendo, tiene la oportunidad de convertirse en un motivo de bien para muchas personas, como sucedió con Abraham, con María Santísima, con San José, con San Francisco, con Teresa de Calcuta, con Juan Pablo II y con muchísimos otros, a lo largo de la historia de la humanidad. Con Dios, al corazón se le facilita amar; sin Dios, el corazón se entorpece, se contenta, se ciega y entretiene con lo poco.

Dios nos busca con amor y ojalá que nos demos la oportunidad de que su bondad y su sabiduría sean los principales criterios que orienten nuestros proyectos. Cuando la inteligencia y la voluntad humana se alían con el poder, la bondad y la sabiduría divinas, entonces el hombre se pone en el camino de la máxima trascendencia, con los mejores resultados terrenales y celestiales, no solo para el individuo, sino también en bien de los demás, como lo han hecho los grandes de la historia.

¡Señor, cuando los obstáculos de mi caminar oscurezcan mi mente y mi corazón e incluso me hagan caer en los abismos, tú hazte presente y recuérdame con ternura que en ti lo puedo todo!

Pbro. Carlos Sandoval Rangel
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