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¿De qué podemos presumir a Dios?



¿De qué podemos presumir a Dios?

XXX domingo del tiempo ordinario

Si Dios es la suma perfección y por tanto Él es el único verdaderamente santo ¿nosotros de qué podemos presumirle a Él? Además, Él “no se deja impresionar por las apariencias” (Sir. 35, 15). De ahí lo importante de que cada vez que nos acerquemos a Él lo hagamos con profunda humildad, como lo sugiere el Señor Jesús en el Evangelio, cuando presenta una parábola a propósito de los que se tenían por justos y despreciaban a los demás: “Dos hombres subieron al templo para orar: uno era fariseo y el otro publicano”. La oración del fariseo era: “Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos y adúlteros, tampoco soy como ese publicano” (Lc. 18, 9-12).

En verdad, ¡cuánto nos enferma la soberbia! Llena el corazón de sí mismo, por eso solo permite pensar y hablar en referencia del propio ser. Los soberbios “al no conocerse rectamente no se aman en verdad a sí mismos, sino que aman lo que creen que son” (S. Tomás de Aquino, S. T.). Cuando el corazón está saturado del propio yo, ahí no puede entrar Dios; por eso el fariseo que presenta el Evangelio, que fue solo a presumir de lo que hacía, no encontró la gracia de Dios.

Pero a la soberbia del fariseo, Jesús contrapone la humildad del publicano, que “se quedó lejos y no se atrevía a levantar los ojos al cielo. Lo único que hacía era golpearse el pecho, diciendo: Dios mío, apiádate de mí, que soy un pecador” (Lc. 18, 13-14). Más, al proceder con humildad, pudo encontrar la misericordia divina; pues como dice el libro del Eclesiástico: “La oración del humilde atraviesa la nubes” (35, 21).

¿Por qué negarle a Dios nuestra condición pecadora, si Él ve lo más profundo de nuestro corazón? Al contrario, como dice el Papa Francisco: "Pidamos hoy al Señor la gracia de sentirnos pecadores, pero verdaderamente pecadores, no pecadores difusos, sino pecadores por esto, esto y esto, concretos, con la concreción del pecado. Al confesar que somos pecadores no lo hacemos para recriminarnos o reprobarnos, sino para acercarnos con plena confianza a quien es toda misericordia y puede dar alivio a nuestro corazón. “No escapa a la mirada misericordiosa de Dios que los hombres somos criaturas con limitaciones, con flaquezas, con imperfecciones, inclinadas al pecado. Pero nos manda que luchemos, que reconozcamos nuestros defectos; no para acobardarnos, sino para arrepentirnos y fomentar el deseo de ser mejores” (J. Escrivá de Balaguer, Es Cristo que pasa, 159).

En agosto pasado, el director de la revista “La Civiltà Cattolica” entrevistó al Papa Francisco y entre los datos relevantes en dicha entrevista, sobresale la definición que el Papa da de sí mismo; le preguntan: “¿Quién es Jorge Mario Bergoglio?”, a lo que él contestó: “Yo soy un pecador. Esa es la definición más exacta”. En realidad, el Papa ha repetido en diversas ocasiones: “La Iglesia está formada por pecadores”.

Sin el reconocimiento de nuestra condición necesitada, ¿cómo podríamos hacer nuestra la grandeza del amor de Dios? Dios vino a nuestro encuentro, en la persona de su Hijo Jesús, consciente de que somos una raza pecadora y en esa condición nos eligió para hacernos sus hijos amados.

No olvidemos que el ejemplo más contundente de humildad es el mismo Cristo, quien tomó la condición de los pecadores, murió y resucitó por nosotros. Pero, una vez vencido el pecado, lo seguimos contemplando en lo alto de lo Cruz, donde ha puesto la sede del amor divino, a donde acudimos todos los pecadores a implorar misericordia. Una vez vencida la muerte, subió a lo más alto, a la derecha del Padre para aguardar un lugar a sus elegidos, quienes seguimos tejiendo una historia marcada por la compasión de Dios, pero también por las constantes caídas.

Pbro. Carlos Sandoval Rangel
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