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Somos débiles, pero contamos con la gracia de Cristo que es nuestra fuerza


XIV Domingo del tiempo ordinario

Vivir bien no es fácil, pues cargamos con la debilidad que el pecado sembró en nosotros y eso siempre nos dificultará responder a la plenitud de vida que nos exige, por naturaleza, nuestra misma persona.

La debilidad tiene en el hombre diversas manifestaciones, pero hay algo que nunca debemos olvidar: Dios siempre está de nuestra parte y es el primer interesado en que podamos sobreponernos a cualquier prueba.

La rebeldía nos hace obstinados en las cosas banales y nos separa de Dios, por eso el profeta Ezequiel comparte la revelación que Dios le hace, sobre la rebeldía del pueblo: “Hijo de hombre, yo te envío a los israelitas, a un pueblo rebelde, que se ha sublevado contra mí. Ellos y sus padres me han traicionado hasta el día de hoy. También sus hijos son testarudos y obstinados” (Ez. 2, 3-4). Pero Dios tiene un interés: Que sepan que en medio de ellos hay un profeta, alguien que les quiere recordar los caminos de Dios. Por más que el hombre se aferre a los caminos equivocados, Dios nunca pierde la esperanza en que sepamos recapacitar.

La debilidad se manifiesta también en nuestro cuerpo y en nuestras penas morales, como lo experimenta San Pablo: “Llevo una espina clavada en mi carne, un enviado de Satanás, que me abofetea para humillarme” (2 Cor. 12, 7). Se trata de una situación que a fondo no se sabe cuál era el problema, algunos, como San Agustín, creen que era una enfermedad física dolorosa, otros como San Juan Crisóstomo, opinan que se refería a las tribulaciones que le causaban las continuas persecuciones y otros más, como San Gregorio, consideran que se refería a alguna tentación especialmente difícil de rechazar; en cualquier modo es algo que le dificulta su misión y lo más valioso es el beneficio que el mismo apóstol saca de ese problema: me sirve para que “yo no me llene de soberbia por la sublimidad de las revelaciones que he tenido” (2 Cor. 12, 7).

La debilidad ocasionada por el pecado, nos cierra el entendimiento para no percibir la presencia de Dios que actúa en nosotros, como sucedió con los habitantes del propio pueblo de Jesús, quienes, ante la sabiduría de sus palabras y la grandeza de sus prodigios, lo juzgan desde visiones muy terrenales, sin advertir la dimensión divina de sus actos: “¿Dónde aprendió este hombre tantas cosas? ¿De dónde le vienen esa sabiduría y ese poder para hacer milagros? ¿Qué no es este el hijo del carpintero…? Y no pudo hacer allí ningún milagro?” (Mc. 6, 3ss).

Si el ser humano se cierra a Dios es difícil que supere las flaquezas, pues sin Dios cualquier otra fortaleza humana lo único que logra es hacer duro el corazón. Por eso el mismo Cristo le revela a Pablo: “Ta basta mi gracia, porque mi poder se manifiesta en la debilidad”.

Ojalá que al igual que San Pablo, con la fortaleza que nos da la gracia de Dios, también podamos sacar fuerza y gloria a partir de las debilidades, al grado de decir como él: “Cuando soy débil, entonces soy más fuerte”.

Pbro. Carlos Sandoval Rangel
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