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Dios no hizo la muerte


Él creó al hombre para que nunca muriera, porque lo hizo a imagen y semejanza de sí mismo

XIII domingo del tiempo ordinario

Nuestra vocación es vivir, no morir; lo que nos pertenece por nuestra misma naturaleza es la vida, no la muerte, así nos lo recuerda el libro de la sabiduría: Dios “todo lo creó para que subsistiera… creó al hombre para que nunca muriera, porque lo hizo a imagen y semejanza de sí mismo; más por envidia del diablo entró la muerte en el mundo” (Sab. 1, 14- 2,23). Muchas veces ubicamos el dilema de la vida y de la muerte en un ámbito biológico-corporal, en una dimensión social, como un problema con alcances solo temporales, pero en realidad se trata de un dilema que se enfrenta desde la parte más íntima del ser humano y que trasciende mucho más allá de nuestro entorno social y temporal.

Lo primero que se lastima con el pecado es el interior del ser humano, de ahí nacen las confusiones, los malos sentimientos, todo tipo de debilidad, la perturbación del pensamiento, lo cual dificulta tomar las buenas decisiones. Desde que el demonio engendró el pecado, el ser humano ha tenido que luchar para lograr lo que le pertenece por naturaleza, que es la vida, ha sufrido para sobreponerse a las consecuencias del pecado. Desde el interior se decide cada día si queremos pertenecer al reino de la vida o si preferimos avanzar en la densidad del error, si le decimos sí al pecado.

Desde las implicaciones del pecado, con su más grave consecuencia que es la muerte, la vida muchas veces puede parecer absurda, pues es vivir bajo la fuerza del pecado que nos empuja a hacer lo que a veces ni al menos queremos, es enfrentar la vida bajo el signo de la muerte. Algunos han llegaron a definir la vida como un “sin sentido”, como “una fatalidad” “, como un “absurdo”, donde los más nobles ideales se ven ensombrecidos con la angustia de tener que morir. Pero es frente a estas inercias donde emerge la grandeza de la fe, que nos abre a los horizontes más altos, que nos lleva a vivir en una esperanza que lo sobrepasa todo. Esa esperanza que nos engendra la fe tiene su máxima expresión en Cristo.

Escuchamos en el evangelio que Jesús resuelve dos situaciones que rebasaban toda posibilidad humana: “La curación de la hemorroisa, que había gastado todo su dinero en médicos y no había podido ser curada” y “la resurrección de la hija de Jairo”. ¿Qué significa esto? Que Cristo viene con el poder de Dios, para enseñarnos que la muerte no tiene la última palabra. Que el pecado y sus consecuencias son nada frente al poder divino. Que Cristo viene para reintegrarnos a la vida plena, la que no tiene límite, como Dios la había planeado desde los orígenes. Todo esto queda más que constatado cuando Cristo asume la muerte y resucita. Ya no resucita a una vida con las dimensiones temporales, resucita para la vida que no se acaba más.

La muerte sigue presente en el mundo, pero para quien sigue el camino de la fe y de la gracia, esa muerte ya no es eterna, ahora se trata solo de una situación transitoria. Por eso escribe San Pablo: “No olvides, hijo, que para ti en la tierra sólo hay un mal, que habrías de temer y evitar con la gracia divina: el pecado” (2 Tim. 1, 10). La muerte eterna solo la experimenta quien se cierra a la vida que Cristo mereció para nosotros.

Que el día que dejemos este mundo, podamos decir: ¡Que bueno que no estoy muerto, que bueno que solo duermo, para despertarme en tu presencia Señor!

Pbro. Carlos Sandoval Rangel
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