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¿Quién es mi prójimo?


No podemos responderle a Dios si no le respondemos de modo necesario también al prójimo, sin ello, simplemente no encontramos nuestra plenitud.

XV domingo del tiempo ordinario

Hay una pregunta que debería de ser fundamental para todo ser humano, es la pregunta que le plantea el doctor de la ley a Jesús: “¿Qué debo hacer para conseguir la vida eterna?” (Lc. 10, 25). Para quien tenga un mínimo de cultura religiosa le será obvio que para conseguir la vida eterna se exige el amor a Dios, buscar estar bien con Él. Pero lo que a veces no es tan obvio es que, estar bien con Dios encierra también amar al prójimo: “No podemos amar a Dios a quien no vemos, si no amamos al prójimo a quien si vemos”. Y lo que resulta aún menos claro es el entendimiento de quién es exactamente mi prójimo.

El término prójimo en realidad encierra ciertas dificultades; para empezar en la actualidad muchas veces se equipara “prójimo” con “próximo”, es decir con cercano, el que es o está cercano. Igual en tiempos de Jesús este término tenía sus acentuaciones particulares: prójimo era el connacional, el que forma parte del pueblo en el cual unos con otros comparten responsabilidades; por lo tanto el de otro pueblo no es mi prójimo. Pero como Dios exigía la atención al extranjero, entonces igual el término se extendía a los extranjeros radicados en territorio israelí. Pero no eran “prójimo” los herejes, los apóstatas y en este caso tampoco los samaritanos.

Pero Jesús, con la parábola del buen samaritano, establece las exigencias para conseguir la vida eterna y en consecuencia los alcances del amor al prójimo. ¿Qué nos enseña el buen samaritano? Que el amor no tiene límites; que no parte de obligaciones sociales, económicas, religiosas, raciales o culturales. Y solo el que rompe esos límites puede llegar a la vida eterna. Dice el evangelio que el samaritano cuando vio a aquel hombre herido y casi muerto, “se compadeció de él”, en otras traducciones: “se le rompió el corazón”, “se le movieron las entrañas”, es decir actúa desde lo íntimo, desde el alma, desde lo profundo del ser y no desde lo externo u otros factores ajenos al ser mismo. Si el mandamiento dice: “Ama a tu prójimo como a ti mismo”, eso indica: “ve al otro como otro tú”; piensa en el otro como si fueras tú mismo.

Prójimo como próximo, como quien me es cercano, tiene muchos riesgos, pues a veces a los cercanos los vemos como enemigos, como extraños; pero Jesús, como lo escribe Juan Pablo II, nos enseña que prójimo indica la “capacidad de compartir la propia humanidad, el propio ser”. Sin suplantar la autonomía de cada persona, el prójimo expresa la capacidad de hacerse responsable del otro en sus necesidades o simplemente por el hecho de compartir el propio ser de modo responsable; pues hacia eso nos conduce la capacidad de amar (cfr. Juan Pablo II, Persona y acción). Solo de ese modo se puede vivir por ejemplo el matrimonio, se puede sacar adelante la educación de los hijos y solo así toma sentido verdaderamente humano cualquier servicio profesional.

Ver al otro como prójimo, significa una exigencia que nace del amor, es reconocer su valor, su dignidad, su grandeza por el mero hecho de ser persona. Aquí radica en gran parte la riqueza de la humanidad, la profundidad de las relaciones interhumanas y, en consecuencia, de aquí se diseña el camino hacia la vida eterna. Perder el sentido y las dimensiones del prójimo se ha convertido en la causa de discriminaciones, desigualdades, odios y guerras; ha generado divisiones por motivos de razas, condición económica, por cuestiones políticas y desgraciadamente, hasta por motivos religiosos.

Señor, si me concedes reconocer a todos como mis prójimos y si los amo de modo debido, entonces seré feliz de encontrarlos y convivir con ellos el día que llegue a tu casa en el cielo.

Pbro. Carlos Sandoval Rangel
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