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Que el Espíritu Santo nos ayude a entender la maravilla de Dios


Domingo de Pentecostés

Cristo, antes de ascender victorioso a la diestra del Padre, instruye a los apóstoles: “Cuando el Espíritu Santo descienda sobre ustedes, los llenará de fortaleza y serán mis testigos en Jerusalén, en Samaria y hasta los últimos rincones de la tierra” (Hech 1, 1-11). Estas palabras ponen en claro dos misiones: La del Espíritu Santo, que vendrá para guiar y fortalecer y la de la Iglesia, que a través de los apóstoles, debe ser testiga visible del amor de Dios, para que el mundo pueda creer. Son dos misiones que interactúan y se implican: Sin el Espíritu Santo la Iglesia se pierde y no se sostiene y sin la Iglesia, formada por cada creyente, el amor y la verdad no pueden ser visibles y palpables. El Espíritu Santo, le da a la Iglesia una dimensión divina, pero los apóstoles y los creyentes en general, la siguen colocando en el orden humano, al servicio del mundo. De hecho el Concilio Vaticano II, en la constitución Lumen Gentium, habla de una Iglesia visible e invisible, terrena y celeste; pues por una parte se estructura visiblemente con personas humanas, pero a la vez su origen y la presencia del Espíritu Santo, la hacen totalmente divina.

Tanto la misión del Espíritu Santo como la de la Iglesia, tienen inicio en Pentecostés, lo que marca un hecho sumamente importante para la historia de la salvación. Los apóstoles, serán testigos del amor y de los designios de salvación traídos por Cristo, pero no están solos, pues el Espíritu Santo actuará en ellos para guiarlos por el camino del amor.

El primer don que los discípulos reciben de Cristo y lo primero que deben compartir con el mundo, es el amor misericordioso de Dios. Por eso el evangelio une de modo inmediato la recepción del Espíritu Santo con el perdón de los pecados: Jesús “Sopló sobre ellos y les dijo: Reciban al Espíritu Santo. A los que les perdonen los pecados, les quedarán perdonados y a los que no se los perdonen, les quedarán sin perdonar” (Jn. 20, 22-23). El Padre y el Hijo envían el Espíritu Santo no para formar una Iglesia fuerte y autosuficiente, vencedora de todo riesgo del mundo, sino para llenarla de amor y con ese amor conquistar el mundo, como lo hizo Cristo.

El amor como don supremo del Espíritu Santo, nos capacita también para el buen entendimiento de las cosas de Dios, como queda mostrado el día de pentecostés, cuando vino el Espíritu, se posó sobre ellos y los capacitó para compartir el mensaje de la buena nueva, sin límite de raza y lengua. Los ahí presentes se sorprendían y comentaban: “Algunos somos visitantes, venidos de Roma, judíos y prosélitos; también hay cretenses y árabes. Y sin embargo, cada quien los oye hablar de las maravillas de Dios en su propia lengua” (Hech. 2, 1-11). Cuando permitimos que el Espíritu santo actúe, entonces el odio, que crea confusiones queda atrás, para que pueda entrar el amor que facilita el entendimiento.

Los mismos apóstoles antes de la muerte y resurrección de Cristo y antes de la venida del Espíritu Santo, creían en un Dios local, racista; pero después, con la fuerza del Espíritu Santo, su corazón rebaza los límites humanos y su entendimiento y su amor lo rebaza todo, que quisieran que el mundo entero participara del amor divino. Ese es el fuego de amor que el Espíritu enciende en los corazones, lo que permite que ellos sean entendidos por todos, más allá de las diferencias de la lengua y de la raza. Así de grande es el entendimiento del amor. Por eso es necesario que siempre el Espíritu Santo actúe en cada persona.

No tengamos miedo pedirle todos los días: Espíritu Santo ven y lléname con el fuego de tu amor, para entender los caminos de Dios, para entender la vida, entenderme a mí mismo y entender a los demás.

Pbro. Carlos Sandoval Rangel
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