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¿Todas las religiones son iguales?


Solemnidad de la Santísima Trinidad

Decir que todas las religiones son iguales, con la justificación de que todas nos llevan al mimo Dios, es un verdadero atentado contra el actuar del mismo Dios. Pues por ejemplo, mientras en la antigüedad el común de los pueblos buscaban a un Dios desde su pobre entender, siempre en un ambiente religioso envuelto de mitologías, cosmovisiones y misterios incomprensibles, y mientras en aquel entonces adoraban a dioses lejanos, que no enseñaban nada a su pueblo; que, como escribe Benedicto XVI: Eran “dioses que se habían demostrado inciertos…” sustentados en “mitos contradictorios de donde no surgía esperanza alguna. A pesar de los dioses, estaban sin Dios” (Salvados en la esperanza, 2). Todo eso, diferente al sentir religioso del Antiguo Testamento, que recoge miles y miles de años, que nos presenta una síntesis del actuar de Dios frente a la creación entera y en particular nos muestra el modo como Dios se fue manifestando al hombre y el modo como le fue enseñando la verdad de la vida. En síntesis, a diferencia de las demás religiones, el Antiguo Testamento muestra la grandeza de un único Dios, Creador y Señor de todo el Universo; pero es, además, un Dios que siempre busca a su rebaño.

El proceso del Antiguo Testamento lo viene a culminar Cristo, quien por su parte, como lo muestra en Nuevo Testamento, nos revela la intimidad más profunda del misterio de Dios: nos enseña que Dios es amor y que existe en tres personas; que Él es el Hijo y que viene por designio del Padre, pero que también existe el Espíritu Santo. Además nos dice que viene para invitarnos a participar de ese Dios.

Así, si en la antigüedad, respecto a los demás pueblos, la fe del pueblo de Israel marcaba una gran diferencia al creer y adorar al Dios único y verdadero, cuánto más debe marcar diferencia la fe de quienes hemos tenido la posibilidad de vivir la cercanía y el encuentro personal con un Dios que es amor y trinitario. Que es Padre, creador y Señor de todo; que es Hijo, Salvador, que se convierte para nosotros es el rostro amoroso y cercano de Dios y que es también Santo Espíritu, que nos vivifica y enciende en el amor divino. Tres personas distintas en un solo Dios verdadero.

Vivir desde la grandeza, la belleza y el amor de este Dios trinitario, que se ha volcado hacia nosotros, es lo que marca la infinita diferencia entre la fe cristiana respecto a cualquier otra religión. Más aún, algunos que se llaman cristianos no pueden serlo de verdad, al manipular o rechazar algunos de los elementos que Cristo nos regaló como medios de salvación. Hay quienes, por ejemplo, se dicen cristianos pero rechazan algunos de los sacramentos, no creen en Dios como Padre, Hijo y Espíritu Santo, o repudian a la Madre de Jesús o igual algunos niegan la Iglesia que el mismo Jesús fundó, desconfiando así de sus palabras: “Tu eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia y los poderes del mal no prevalecerán contra ella”, “he aquí, que yo estaré con ustedes hasta el fin del mundo”.

El verdadero creyente, el que aprecia el esfuerzo que Dios hizo para dársenos a conocer y que acepta el camino que Cristo nos dejó, sin quitarle ni ponerle, ese nace, vive y muere en la Santísima Trinidad. Nacemos en el bautismo que se nos da en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo; vivimos sostenidos por la gracia de los demás sacramentos que se nos administran en nombre de la Augusta Trinidad, los cuales nos ayudan a vivir en amistad con Dios en este peregrinar terrenal; pero igual morimos en esa fe trinitaria que nos permite entrar a contemplar y disfrutar del amor divino en el cielo, lugar de gloria con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.

Una religión sin la Santísima Trinidad y sin la riqueza de amor y de vida que nos transmite cada una de las divinas personas, equivale a una religión con un Dios pequeño para un ser humano pequeño, sin deseos de trascender y de llegar a la plenitud de vida.

Pbro. Carlos Sandoval Rangel
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