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“¿Qué debo hacer para alcanzar la vida eterna?”


XXVIII domingo del tiempo ordinario

La inquietud por la vida eterna siempre será algo sensato presente en el buen creyente, por ejemplo en el salmo 15 escuchamos la pregunta del salmista: “¿Quién habitará en tu tienda Señor?” Igual leemos en el salmo 24: “¿Quién podrá estar en tu recinto santo?” Y no sé si alguno de nosotros se atreva a descartar este deseo de la felicidad eterna, espero que no. Por lo cual podemos concluir que ese joven que le sale al paso a Jesús, mientras Él se dirige decididamente a Jerusalén, donde le espera la muerte, es un joven con una inquietud muy propia y sensata: “¿Qué debo hacer para alcanzar la vida eterna?” (Mc. 10, 17).

Ese joven ya ha dado un paso fundamental en su vida: siempre ha observado los mandamientos de Dios (cfr. Mc. 10, 18-20), lo cual no es cualquier cosa; de ahí que Jesús se detenga y lo vea con amor, para invitarlo a dar un paso mucho más significativo: “Solo una cosa te falta: Ve y vende lo que tienes, da el dinero a los pobres y así tendrás un tesoro en los cielos. Después, ven y sígueme”. (Mc. 10, 21). Aquel joven había dado un paso, llevar su vida en la observancia de los mandamientos, pero le faltaba algo extraordinario, lo más importante, descubrir en los mandamientos a Dios y ponerlo como el mejor de todos los bienes. Tenía muchos bienes, pero no sabía cuál era el mayor de todos, por eso ante la exigencia de Jesús, se retira entristecido (cfr. Mc. 10, 22). Los solos mandamientos fuera de su espíritu son simples reglas, que se pueden vivir hasta de manera fría, pero lo más hermoso de los mandamientos es saber discernir la sabiduría divina que los sostiene. El mundo está lleno de bienes y los mandamientos nos ayudan a dar orden a esos bienes, pero ese orden no trasciende si no comprendemos cuál es el mayor de todos los bienes.

En el Antiguo Testamento quien tenía más riquezas materiales era visto como alguien predilecto de Dios, como alguien a quien Dios más bendecía, pero ahora, a partir de aquel joven del evangelio, que se entristeció porque Jesús le pedía despojarse de sus bienes materiales para dedicarse de lleno a enseñar el más grande de todos los bienes, queda claro que los bienes también significan un riesgo, que incluso nos pueden apartar de Dios. De ahí que Jesús aproveche para advertir lo peligrosos que se vuelven los bienes materiales: “Hijitos, ¡qué difícil les va a ser a los ricos entrar en el Reino de Dios!” (Mc. 10, 24).

En realidad la peor pobreza es cuando se piensa que los bienes materiales son la máxima riqueza; esta mentalidad ha suscitado discordias, injusticias, separado familias, ha originado guerras, ha dividido el mundo. No es que el dinero en sí mismo sea un mal o que tenerlo sea pecado, pero quien más tiene más necesita de Dios, pues más riesgos vive de cegar su corazón; con poderío es más fácil justificar el mal.

Estamos iniciando el “año de la fe” y su objetivo es precisamente que volvamos a redimensionar la grandeza de Dios, que entendamos que la prudencia, que la sabiduría divina, que se nos da en la fe, vale más que los cetros y los tronos, y que frente a la sabiduría divina quedan en nada el oro y la plata (cfr. Sabiduría, 7, 7-11). La fuerza y la belleza de la fe, no nos limitan en las cosas temporales, solo nos permiten darle orden a nuestra vida, de modo que los mismos bienes temporales se conviertan en medios y no en estorbos, para lograr la aspiración máxima del creyente: la vida eterna.

Pbro. Carlos Sandoval Rangel

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