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Milagro maravilloso: Saber poner nuestro humilde pan en las manos del Señor


XVII domingo del tiempo ordinario

Si en el mundo cada quien pusiera a disposición de Dios todo cuanto tiene, cuántos milagros presenciaríamos cada día, se acabarían el hambre y la injusticia, brillarían la fraternidad y el amor, simplemente seriamos verdaderamente humanos.

Escuchamos en el evangelio que, al ver la multitud, el Señor Jesús le pone a Felipe una prueba: “¿Cómo compraremos pan para que coman éstos?” Le respuesta de Felipe: “Ni doscientos denarios bastarían para que a cada uno le tocara un pedazo de pan”. Efectivamente, los cálculos humanos, por sí solos, siempre serán insuficientes para dar respuesta a las necesidades humanas.

Pero viene la siguiente parte del acontecimiento, Andrés le dice a Jesús: “Aquí hay un muchacho que trae cinco panes de cebada y dos pescados”. Para Jesús hay algo importante, aquel joven no solo trae cinco panes y dos pescados, sino que, sobre todo, está dispuesto a compartirlos. Situación similar que sucede con Eliseo, quien recibe las primicias, y él en vez de guardárselas para sí mismo, pide que las repartan a la gente (Cfr. 2 Re. 4, 42). ¡Cómo se le facilita a Dios ayudarnos en las diversas situaciones de la vida, cuando también nosotros estamos dispuestos a colaborar con lo poquito que somos y tenemos! La esencia del milagro de la multiplicación de los panes, sea en el evangelio, como en el caso del profeta Eliseo, consiste precisamente en vencer el egoísmo y confiar en que Dios hace rendir lo poco. Tanto el joven del evangelio, como el profeta Eliseo podrían egoístamente asegurarse a sí mismos y olvidarse de los demás, pero no fue así. Este es uno de los puntos difíciles de vencer en el mundo. En realidad ¿Qué sería del mundo si nos atreviéramos a vencer tantos egoísmos, si venciéramos tantos intereses individualistas? Por eso ante el desprendimiento de aquel joven, Jesús hace la indicación: “Díganle a la gente que se siente”. Comió toda la gente y todavía recogen las sobras.

Este milagro de la multiplicación de los panes abre nuestra fe hacia “el gran milagro de la Eucaristía”, donde Jesús se nos da como “alimento de vida eterna”, como el “pan de vida”, así lo celebramos en cada Santa Misa. Pero este milagro también es posible gracias a la pobre y sencilla colaboración humana: Jesús se hace presente en el altar, en la hostia consagrada, como alimento divino, gracias a que antes de la consagración le presentamos el pan y el vino, fruto del campo y del trabajo humano, para que en la consagración se conviertan en alimento que da vida eterna. En ese trozo de pan y en esa porción de vino que le presentamos al Señor, en el altar, le ofrecemos lo que somos y tenemos, nuestra pobreza, nuestro esfuerzo y nuestros deseos, a veces contaminados por el pecado, a veces faltos de fe, pero eso le basta al Señor, para Él convertirlos en su cuerpo y en su sangre, con lo que aseguramos el caminar hacia Él.

Muchas personas no saben lo que es tener hambre y muchos, además, han sido educados, por encima de todo, en la mentalidad del tener y buscar satisfacer todas sus apetencias, pasando a muy segundo término los valores fundamentales de la vida. Pero una vida así solo genera pobreza personal y social. Pero gracias a Dios también hay quienes han sido educados en la confianza en Dios y en el amor a las personas, los cuales saben poner en las manos de Dios su inteligencia, su voluntad, su creatividad y todo cuanto tienen y son; es así como se le ayuda a Dios a multiplicar sus bondades para bien de la humanidad.

¿Señor, sin tu ayuda, cuánto pueden valer las pequeñas cosas que a veces ciegan nuestro corazón?

Pbro. Carlos Sandoval Rangel

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