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Jesús nos hace vivir gracias al don de su cuerpo y su sangre


XX domingo del tiempo ordinario

Compartir la mesa con alguien, no es una cuestión solo material, no es solo el hecho de tomar los alimentos para satisfacer el hambre; es mucho más que eso, es compartir la vida, es manifestar la comunión que nos une, es compartir lo que somos, es amar. Es poner sobre la mesa la belleza de nuestro ser para vivir en comunión. Lo sustancioso no son los platillos en sí mismos, ni la calidad de los vinos, sino con quien lo hacemos, la grandeza de las personas, la riqueza del corazón y del buen pensar de quienes se encuentran a la mesa. Por eso la hora de los alimentos es algo sagrado, es donde la familia y los amigos celebran las bondades de la vida. Y si alguien nos da ejemplo de esto es el mismo Dios, que para mostrarnos su deseo de compartirlo todo con nosotros siempre usa el simbolismo del banquete, de los alimentos, de la mesa.

Escuchamos en el libro de los proverbios: “La sabiduría se ha edificado una casa, ha preparado un banquete, ha mezclado el vino y puesto la mesa… Si alguno es sencillo, que venga acá”. En este caso la sabiduría es un modo de personificar al mismo Dios y Él nos invita a festejar, porque nos quiere compartir sus bondades. Desgraciadamente son muchos quienes, sustentados en su arrogancia y su soberbia, van pregonando por el mundo que no necesitan del alimento divino, creyendo que lo saben y lo pueden todo. Pero el sencillo, el sensato, que se abre a la verdadera sabiduría, entiende la grandeza del banquete divino y lo indispensable que es para enfrentar la vida.

Ese banquete divino es Cristo, don por excelencia que, a través de su cuerpo y de su sangre, se nos da a sí mismo: “Yo soy el pan vivo, que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo les voy a dar es mi carne, para que el mundo tenga vida” (Jn. 6, 51). Desde entonces, en cada celebración de la Santa Misa, Jesús nos invita a su mesa para compartirnos su ser, Él mismo se pone a la mesa como alimento.

Desde la última Cena, donde Cristo se convirtió en nuestro alimento, haciéndose presente en las especies del Pan y el Vino, la Santa Misa se convierte en la celebración del misterio más sublime: Dios se humaniza y nosotros nos divinizamos. Nos sentamos con Jesús, en torno al altar, mesa del banquete, donde le ofrecemos nuestro ser con toda su pobreza y Él nos presenta toda su divinidad. Entramos en comunión con Dios. Desde ahí, Cristo nos enseña a leer la vida con sentido de eternidad, nos enseña a valorar las pequeñeces de la vida con la mirada y profundidad que solo Dios puede darles.

Señala San Gregorio de Nisa, que el hombre tomó un alimento de muerte (el pecado), pero ahora cuenta con una medicina que le sirve de antídoto, dicha medicina es el Cuerpo de Cristo, “que ha vencido a la muerte y es la fuente de la vida eterna” (Discursos catequéticos, 37). Por eso participar del Cuerpo y la Sangre de Cristo, señala San Cirilo de Alejandría, “es una verdadera confesión y memoria de que el Señor ha muerto y ha vuelto a la vida por nosotros y para beneficio nuestro” (Sobre el Evangelio de San Juan, XII). Así, Cristo, con su Cuerpo y su Sangre, le da sentido a nuestras esperanzas e imprime una trascendencia a lo que para nosotros sería intrascendente.

En este alimento tomamos fuerzas para enfrentar con alegría y decisión lo que nos falta por recorrer en este caminar hacia la casa del Padre. Simplemente, “nosotros vivimos gracias a Él” (Juan Pablo II, Encíclica “La Eucaristía”, 22).

Pbro. Carlos Sandoval Rangel
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