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El que esté libre de pecado que tire la primera piedra


V domingo de cuaresma

Jesús es la revelación y la encarnación de la misericordia de Dios, por eso sus gestos amorosos hacia toda persona, por encima de su condición física, económica e incluso moral, como es el caso de la mujer que es acusada ante Jesús por haber sido sorprendida en fragante adulterio (Jn. 8, 1-11). La respuesta que Jesús da frente a los acusadores de la adúltera se vuelve del todo sorprendente, pues por una parte él escapa a la trampa que le quieren tender, pero además rompe de tajo con una sentencia legal tan arraigada y hace caso omiso del significado que se le daba en sí mismo al adulterio. Los acusadores argumentan que según la ley, las mujeres sorprendidas en adulterio deben ser apedreadas; pero además, en la tradición, el adulterio es la imagen o la expresión de la infidelidad del pueblo hacia Dios, sea por desobedecer las leyes, así como por prostituirse adorando los ídolos (cfr. Gn. 2, 20-25; 3, 6-8; Ez. 16; Os, 2, 14-16). Pero hoy Jesús, con su sabia respuesta, nos deja en claro que el amor misericordioso de Dios está por encima de todo; que Dios nos ama a pesar de nuestras infidelidades. Dios va en contra del pecado, pero siempre está a favor del pecador.

“El que esté libre de pecado que tire la primera piedra” (Jn. 8, 7), es una respuesta que queda muy lejos de los esquemas mentales de los doctores de la ley y de los esquemas del mundo, es una sentencia que nos invita a confrontarnos a nosotros mismos, a revisar nuestro interior, y que nos recuerda que el único juicio válido sobre los otros es el que está movido por el amor y nos conduce al encuentro con quien es todo amor. Por eso en otros pasajes del evangelio encontramos sentencias como: “No juzguen y no serán juzgados; no condenen y no serán condenados. Perdonen y serán perdonados” (Lc. 5, 37). “¿Por qué te fijas en la paja del ojo de tu hermano y no vez la viga que traes en el tuyo?” (Lc. 7, 41).

La respuesta que Jesús da a los doctores, se complementa perfectamente con las palabras que dirige a la mujer: “Mujer, ¿dónde están los que te acusaban? ¿Nadie te ha condenado?... Tampoco yo te condeno. Vete y ya no vuelvas a pecar”. La presencia de Jesús no es de condenación sino de exhortación. No acepta el pecado, pero su deseo más profundo es rescatar al pecador. En ese sentido es significativo el hecho de que Jesús se ponga a escribir sobre la arena, pues en la arena se borra y se olvida todo. Escribe sobre la arena nuestros pecados, pero nos recuerda con sus palabras y sus obras que Dios lo da todo por nosotros.

Desde el juicio misericordioso, los creyentes ya no buscamos a Dios con el miedo de una condenación, sino con la confianza de reencontrarnos con el Amor. Así la clave de vida para el creyente no es el pecado, sino el saber aprovechar la misericordia infinita de Dios. Jesús nos deja en claro que la vida de una persona tiene un valor absoluto, así lo demuestra con la adúltera al decirle: “Nadie te condena, tampoco yo te condeno”. El corazón que amó a la adultera, fue el mismo que desde la Cruz sigue perdonando: “Perdónales Señor porque no saben lo que hacen”. Y le dice al malhechor, que está crucificado a su lado: “Yo te aseguro que hoy mismo estarás conmigo en el paraíso”. Por eso ni el mismo Dios nos puede quitar la vida, al contrario, a cambio de la terrenal nos ofrece una eterna. Este es el camino del evangelio, del cual debemos vivir enamorados y del cual nunca deberíamos alejarnos. Ese es el amor que nos conquista, o como nos enseñó el Papa Benedicto XVI: Ese es el amor en el cual creemos.

Sin un amor así, ¿a qué podríamos aspirar en nuestra vida?

Pbro. Carlos Sandoval Rangel
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