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El camino de la libertad es el amor


XIII domingo del tiempo ordinario

San Pablo, en la carta a los Gálatas, nos recuerda que Cristo vino para hacernos libres, de hecho en eso consiste la esencia de la salvación; pero a la vez nos hace ver que la verdadera libertad tiene un camino: “El amor”. Fuera de esto el ser humano continuamente genera esclavitudes, libertinajes, egoísmos y desorden (Gál. 5, 1.13-18).

Efectivamente, el único camino válido para el ser humano, como ser libre, es el camino del amor, pues el amor es lo único que integra todo: El amor nos capacita para elegir dignamente a Dios, a los demás y para elegirnos a nosotros mismos; el amor nos permite apreciar el mundo maravilloso que Dios nos ha regalado como morada temporal. Siendo el amor la expresión más profunda de la libertad humana, cuando más amamos, más nos realizamos en la grandeza de nuestro ser y más trascendemos.

En esa libertad, fundamentada en el amor a Dios y a los demás, Eliseo dejó su familia, su tierra y el trabajo de cultivar la tierra, que lo ligaban a unas circunstancias muy locales, para heredar una vocación universal: ser el profeta sucesor de Elías (Cfr. 1 Re. 19, 19-21). Se trata del desprendimiento propio de todo ser humano, que todos los días está llamado a crecer, a trascender, a ver hacia adelante. Esa es la exigencia que presenta Jesús en el evangelio para quien quiera ser su discípulo: “Uno le dice: te seguiré a donde quiera que vayas. Jesús le respondió: Las zorras tienen madrigueras y los pájaros, nidos, pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza” (Lc. 9, 57-58). En efecto, el camino de la libertad nos da la posibilidad de ir cada vez más allá, para colocarnos por encima de las circunstancias del espacio y del tiempo. “A otro, Jesús le dijo: Sígueme. Pero él le respondió: Señor, déjame primero ir a enterrar a mi padre. Jesús le replicó: deja que los muertos entierren a sus muertos. Tú ve anuncia el Reino de Dios” (Lc. 9, 59). Desde luego, esto no indica un desprecio a los propios padres, pero sí subraya el hecho de que la vocación no puede ser limitada ni por la propia familia. La vocación, como elección del propio camino implica desprendimientos, exige desinstalarse de ciertos conforts, es recordar que en la vida del hombre nada está hecho de modo definitivo. Las mismas personas con quienes convivimos y a quienes amamos son sumamente significativas, pero no pueden ser nuestra meta. A otro, Jesús le dijo: “El que empuña el arado y mira hacia atrás no sirve para el reino de los cielos” (Lc. 9, 62). En definitiva, la historia personal, como camino de libres elecciones, no se sostiene por lo que hemos hecho, sino por lo que somos capaces de construir hacia adelante; somos seres trascendentes. En el pasado están nuestra raíces y ojalá esas raíces estén marcadas por el amor, que nos nutre y nos dan seguridad; pero el mismo amor nos abre a horizontes sin límites.

El ser humano, se reafirma a sí mismo solo en la medida que desecha las ataduras del propio yo, las cuales le generan egoísmos, lo acorralan, lo incitan a llenarse de cosas y a vivir solo en el sentir bonito y en el tener más. El ser humano necesita abrirse al amor verdadero, que nutre todo ser, que lo hace crecer, que lo hace romper fronteras, que le permite apreciar lo más sagrado de las otras personas.

El amor, como la máxima expresión de la libertad humana y como la riqueza más intima del propio ser, nos hace salir de nosotros, nos quita el apego a determinadas situaciones, nos sacude las actitudes que nos enferman y nos coloca por encima de todas las cosas. Sin ese amor libre, Cristo no nos hubiera salvado, los apóstoles no hubieran cumplido su misión, los santos no hubieran resplandecido y los grandes de la historia no hubieran seguido sus ideales, ni vencido los más altos obstáculos.

Y nosotros, si no plasmamos nuestra libertad en actos de auténtico amor, nunca tendremos en claro para qué vivimos. Los amoríos y libertinajes nos dan satisfacciones pasajeras, el amor verdadero nos da realizaciones.

Pbro. Carlos Sandoval Rangel
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