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El amor de Dios como causa de un mundo nuevo


VI domingo de pascua

Jesús está en las despedidas, sigue instruyendo a sus apóstoles sobre el nuevo modo de convivencia que vino a establecer y que ellos deben guardar aún después de su partida: “El que me ama, cumplirá mi palabra y mi Padre lo amará y vendremos a él y haremos en él nuestra morada” (Jn. 14, 23). Es un orden de vida que los posesiona por encima de las circunstancias del espacio y del tiempo, por encima de los momentos históricos que les toque vivir.

Mientras el ser humano tiende a dar al amor un nivel meramente sensible y sentimental, que genera egoísmos; Cristo nos recuerda que la fuente última del amor es Dios y que el amor que nace de Él nos hace salir de nosotros, para interesarnos por el otro, por eso es fuente de comunión. El amor nos hace estar en la persona amada y permite que la persona amada esté en nosotros. Esa persona puede ser Dios, el amigo, el novio, la novia, el esposo, la esposa, el hijo, la hija, etc. Y ese amor que no elimina ni lo sensible, ni lo sentimental, pero que es mucho más que eso, permite que la persona trascienda hacia la máxima plenitud, por eso el amor hace vivir a las personas. De ahí que Cristo haya hecho del amor el motor del pueblo de los creyentes y el enlace que une el cielo con la tierra. A través del amor Él siempre estuvo unido al Padre durante su estancia terrenal y ahora está seguro de seguir unido del mismo modo a sus discípulos.

En ese plan de amor Dios nos ha creado y en ese plan hemos sido redimidos, pues la obra de Cristo solo se puede leer a la luz del amor; pero también en ese plan de amor el Espíritu Santo sigue animando el caminar de los creyentes, como lo afirma en la promesa: “Les he hablado de esto ahora que estoy con ustedes; pero el Paráclito, el Espíritu Santo que mi Padre les enviará en mi nombre, les enseñará todas las cosas y les recordará todo cuanto yo les he dicho”. Es decir, el Espíritu Santo suscitará en ustedes la capacidad de amar, pues solo el que ama puede entender. Y en efecto, el modo como el Espíritu Santo mantiene la comunión entre los creyentes y la comunión de los creyentes con el mismo Dios es a través del amor. El amor une las familias, los amigos; nos mantiene unidos incluso con nuestros seres queridos que ya están en el cielo y es, en ese sentido, el mismo amor lo que nos une totalmente a Dios.

De ahí que, según el plan de Dios mostrado en Jesús, el amor es el rostro más claro de la fe, como Él mismo lo subraya: “Les doy un mandamiento nuevo: que se amen los unos a los otros como yo los he amado” (Jn. 13, 34); pero agrega: “por este amor reconocerán todos que ustedes son mis discípulos” (Jn. 13, 35), es decir reconocerán que ustedes creen en mí. Esa es la tarea del espíritu que Jesús nos regala en Pentecostés: Engrandecer el corazón con el fuego del amor, para poder entenderlo todo. Sin el fuego del amor que el Espíritu infunde, las Palabras de Jesús serán incomprensibles para el hombre contemporáneo; pero con un fuego así la Palabra divina seguirá siendo viva y eficaz.

El fuego del amor divino, que nos capacita para dar el espacio a Dios, nos abre a uno de los dones más preciados para el ser humano, el don de la paz: “La paz les dejo, mi paz les doy. No se la doy como la da el mundo” (Jn. 14, 28). El mundo fundamenta la paz en la ausencia de armas y la imposición de un orden legal, es decir parte de un orden externo; mientras que Dios suscita la paz a partir de un orden y fortaleza interior, donde el hombre, al sentirse amado y capaz de amar, se abre desde lo más profundo de su ser al encuentro amoroso con el prójimo. Por eso el amor que nace de Dios se convierte en el principio de un mundo verdaderamente nuevo.

Dios no nos da de manera mágica un mundo nuevo, sino que nos capacita para crear un mundo nuevo.

Pbro. Carlos Sandoval Rangel
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