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Compartir la belleza y la fuerza de la fe, significa compartir la fuerza y la belleza del amor


V domingo de pascua

Decir que creemos en Dios, porque estamos seguros de que existe y que es todo poderoso, hasta cierto punto es fácil; pero creer en Dios como Cristo nos lo propone, eso sí que conlleva un buen de exigencias que, sobre todo en el tiempo actual tan lleno de egoísmos, no resulta tan atractivo. Creer en un Dios lejano, que puede ayudarme en ciertas circunstancias de la vida, resulta cómodo, pero eso no me hace crecer ni me realiza como persona.

Creer en Dios, como Cristo lo propone implica entrar en un camino, que me da identidad y me facilita buscar la plenitud como persona. Ese camino de la fe se llama amor. De ahí que en el último encuentro que Cristo tiene con sus apóstoles, antes de vivir la pasión del calvario, les reafirma cuál es el camino: “Les doy en mandamiento nuevo: que se amen los unos a los otros como yo les he amado” (Jn. 13, 34). Es el camino del amor que trazó cada día durante su vida pública y por eso su atención amorosa por cada persona; es el amor que se vuelve sacramento y que lo celebra en la última cena; es el amor que se vuelve donación plena y por eso nos entrega su cuerpo en la Cruz; es el amor que lo sigue manteniendo vivo en el corazón de quienes lo aceptan y le hacen un lugar en su corazón; pero es también el amor que nos da identidad, que nos marca el rumbo y con el cual le damos un sí a Dios mismo.

La fe, que a partir de Cristo, diseñó su camino en el amor, significa salir de sí mismos, y como dijo el Cardenal Bergoglio (hoy Papa Francisco), es “ir a las periferias, que no son solo geográficas, sino también periferias existenciales: las del misterio del pecado, las del dolor, las de las injusticias, las de la ignorancia y prescindencia religiosa, las del pensamiento, las de la miseria” (preparación del cónclave).

Creer en Dios, no significa saber que cuento con un ser superior que me ayuda a instalarme cómodamente en un modo de vida, que responde a mis visiones egoístas, a cambio de yo cumplir frente a Él con una serie de ritos piadosos, golpes de pecho y agua bendita. No es concentrarme en Dios, evitando que el mundo me distraiga, desconociendo que tanta gente pasa miserias, injusticias, confusiones, sin que eso me comprometa. La fe siempre enlaza a la persona con Dios y con el mundo, de manera conjunta. Lo que a la persona le sucede y lo que el mundo enfrente son siempre el motivo del diálogo más profundo con Dios.

Lo que el Cardenal Bergoglio (Papa Francisco) expuso a los cardenales antes del cónclave, vale también para los sacerdotes, las(os) religiosas(os) y para todos los que decimos creer en Dios, pues señala: Hay dos imágenes de Iglesia: “La Iglesia evangelizadora que sale de sí”, que abre la puerta a Cristo para que entre, pero igual abre la puerta para que Cristo fluya y llegue a todo el mundo tan necesitado de amor. Y la otra imagen es, “la Iglesia mundana, que vive en sí, de sí y para sí” (ibídem), es decir, es la ruta de quienes no unimos conjuntamente el amor a Dios y el amor al prójimo. Por algo ya el Papa Juan Pablo II señalaba que con la misma intensidad y la calidad con que amamos a Dios, son también la misma intensidad y calidad con que debemos amar al prójimo.

Por eso, compartir la belleza y la fuerza de la fe, como nos lo pidió el Papa Benedicto XVI, significa compartir la fuerza y la belleza del amor.

Pbro. Carlos Sandoval Rangel

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