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El sembrador es generoso, la semilla es buena, pero ¿cómo está el terreno?


XV domingo del tiempo ordinario

“Una vez salió un sembrador a sembrar, y al ir arrojando la semilla, unos granos cayeron a lo largo del camino; vinieron los pájaros y se los comieron. Otros granos cayeron en terreno pedregoso, que tenía poca tierra; ahí germinaron pronto… pero cuando subió el sol, los brotes se marchitaron, y como no tenían raíces, se secaron. Otros cayeron entre espinos, y cuando los espinos crecieron, sofocaron las plantitas. Otros granos cayeron en tierra buena y dieron fruto…” (Mt. 13, 1-23). Se trata de la primera de siete parábolas, a través de las cuales Jesús se propone explicar el misterio del Reino de los Cielos. Es una parábola que nos deja infinitud de enseñanzas.

Con toda certeza, cualquier agricultor podrá decir que el sembrador que nos presenta la parábola del Evangelio es alguien inexperto y hasta desperdiciado, pues ¿cómo es eso echar la semilla en el camino, en las piedras o en los espinos y sólo alguno en tierra buena? ¿Acaso no aprendió que antes de sembrar hay que preparar la tierra y valorar si dicha tierra es adecuada para el cultivo? Pues no, el agricultor de la parábola ni es inexperto, ni desperdiciado, pues el sembrador es el mismo Señor, el mismo que sabe lo que hay en cada corazón humano. Él, más que nadie tiene la certeza de que de origen todo corazón es bueno y es apto para dar los frutos más selectos.

Efectivamente, de origen, todo corazón es capaz de lo mejor, todo corazón tiene una bella disponibilidad a las cosas buenas, sólo que a veces el pecado y el caminar de la vida lo han hecho duro, áspero, maldadoso o superficial. En lo profundo del corazón del delincuente más temible se encuentra la chispa divina de la bondad, de hecho por eso hay casos extraordinarios de conversión; pero, en muchos casos, el poco amor de la familia, la crueldad de la vida, la maldad de otros y muchas circunstancias más fueron formando una coraza de maldad en aquel corazón. Santo Tomás, conociendo la grandeza del ser humano y el amor infinito con que Dios lo formó, se le hacía increíble que un ser humano fuera capaz al menos de mentir o engañar a un prójimo. Pues es desde esa perspectiva que Jesús nos presenta la parábola del buen sembrador, que sigue confiando en la tierra que de origen fue buena, solo que ahora se ha hecho dura con el pasar de la gente o se ha llenado de piedras o abrojos.

La semilla que se anuncia en la parábola, no es cualquier semilla, es la mejor de todas, pero como toda semilla, esta también, contiene de manera latente la vida, la cual espera un espacio propicio para dar lo mejor de sí. Más, para un corazón duro y superficial, siempre será difícil entender que la semilla divina contiene el mejor proyecto de vida, de felicidad plena, de amor y de trascendencia. ¿O, acaso, alguien podrá encontrar una semilla mejor? La semilla del Evangelio es la mejor, pero no dará fruto si cada quien no le permite de verdad germinar en su corazón, pues como señala San Agustín: “Quien te creó sin ti, no te puede salvar sin ti”.

El terreno puede ser que de momento no sea el más apto, pero también es cierto que podemos pedirle al mismo Dios que Él se encargue también de prepararlo y cultivarlo, para eso es la oración. El terreno duro, que la gente ha pisoteado o el terreno de las almas disipadas y vacías, Dios lo puede suavizar con su amor. El terreno pedregoso, superficial, con intereses egoístas, absorbido por asuntos terrenales, con poca hondura interior, inconsistente, incapaz de perseverar; Dios lo puede hacer fértil con su Palabra. El terreno lleno de abrojos, con amor a las riquezas, con ambición desordenada de influencia o de poder, con excesiva preocupación de confort y bienestar; Dios lo puede transformar con su gracia. El problema está cuando no somos el buen terreno y nos aferramos a no dárselo en alquiler al mismo Dios.

La oferta de esta parábola es viva y actual “en el corazón del Padre, viva en los labios del predicador, viva en el corazón del que cree y ama. Y, si de tal manera es viva, es también, sin duda, eficaz” (Balduino de Canterbury).

Pbro. Carlos Sandoval Rangel
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