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Oh miserable soberbia: cierra el corazón a Dios y nos aparta de nuestra realidad


XXII domingo del tiempo ordinario

Si hay algo que de verdad complica la vida, es la soberbia; por desgracia, es un mal que cada vez se apodera más de la humanidad. A una persona con corazón soberbio, le basta tener poquito dinero, o creer que tiene algún conocimiento científico, algo de poder, de fama o cualquier otra cosa, para cerrar su corazón a Dios y presumir que todos los demás están mal en su fe, costumbres o simplemente son inferiores a él. Por eso subraya Tomás de Aquino: Todos los vicios nos alejan de Dios, pero solo uno nos opone a Él: La soberbia. Hay quienes presumen de no creer en Dios, cuando lo que verdaderamente sucede es que tienen un corazón lleno de soberbia. Aún las más grandes acciones, practicadas con soberbia, en vez de ensalzar, rebajan, pues no ennoblecen el corazón, simplemente ocasionan que crezca más, de modo desordenado, el ego.

Pero ante este mal, Dios nos ofrece un remedio: La virtud de la humildad: “Hijo mío, en tus asuntos procede con humildad y te amarán más que el hombre dadivoso. Hazte más pequeño cuanto más grande seas y hallarán gracias ante el Señor” (Sir. 3, 19-21). La humildad nos ubica de modo justo frente a Dios, frente a los hombres y frente a las cosas del mundo; por eso se convierte en un principio que le da orden a nuestra vida. Desde luego, la humildad no nos prohíbe tener conciencia de los talentos recibidos, ni desfrutar plenamente, con corazón recto, de las bondades de la vida.

Para qué engañarnos, pretendiendo ser lo que en realidad no somos u ocupar el lugar que no nos corresponde; por eso Jesús le dice a los fariseos: “Cuando te inviten a un banquete de bodas, no te sientes en el lugar principal… ocupa el último lugar, para que, cuando venga el que te invitó, te diga: Amigo, acércate a la cabecera. Entonces te verás honrado en presencia de todos los invitados” (Lc. 14, 7-11). Y si por caso no te invitan a ocupar el primer lugar, en cualquier modo siéntete honrado, pues el lugar no es lo más importante, sino el modo como te dispones a ser parte de la fiesta.

Para la religión cristiana, la humildad se convierte en algo esencial, pues esta virtud coloca a la persona, por el valor de su ser mismo, por encima de la fama, del poder, de los conocimientos y de cualquier otra circunstancia; nos facilita el encuentro con Dios y el sano trato con los demás, por eso dice San Agustín: Si me preguntan qué es lo más esencial en la religión y en la disciplina de Jesucristo, les responderé: lo primero es la humildad, lo segundo, la humildad y lo tercero la humildad. Sin ella no hay vida interior”; todo queda en lo externo.

A veces nuestras reuniones, y en general nuestras relaciones interpersonales, están llenas de prejuicios egoístas, de trivialidades, de pretensiones, como sucedió en la comida a la cual fue invitado Jesús por aquel fariseo, donde todos los fariseos estaban al asecho (Cfr. Lc. 14, 1); esto devalúa hasta el contenido humano más noble. En los corazones soberbios y llenos de trivialidad, aun las buenas acciones carecen de valor.

La humildad nos hace confiar enteramente en Dios y disponer en modo máximo de nuestros talentos; por eso permite que las cosas difíciles se realicen con inteligencia y paciencia, sin que nos domine el desánimo, pero también hace que las cosas más simples se vean extraordinarias y bellas. La humildad, de manera fácil, sin confundirla con el conformismo, nos hace disfrutar la vida.

Pbro. Carlos Sandoval Rangel
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