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¿De qué modo creemos en Dios?


XXIV domingo del tiempo ordinario

El problema de la fe radica no solo en el hecho de creer o no creer en Dios, sino sobre todo en el modo de creer y por tanto de ubicar una relación con Dios; lo cual, implica consecuencias tanto en orden a la salvación como en el modo plantearse la vida. En esa perspectiva, el evangelio de San Lucas, en el capítulo 15, esclarece algunos elementos equivocados respecto al modo de entender a Dios y a su vez resalta los elementos convincentes que nos mueven a buscarlo a Él.´

Los escribas y fariseos se escandalizan porque Jesús come con publicanos y pecadores (Lc. 15, 1), por lo cual Jesús les expone algunas parábolas, entre las que resalta la del hijo pródigo. Esta parábola empieza con el hijo menor que pide la herencia a su padre y se va a tierras lejanas, donde llevará una vida disoluta (Lc. 15, 12-13). Con esto, aquel hijo hace ver cómo no le importa su padre, le importa solo el dinero que su padre le pueda dar. No piensa si el padre se pondrá triste, se enfermará, se hará viejo o si lo volverá a ver. Se trata de una actitud muchas veces repetida entre padres e hijos, pero también es una actitud continua del creyente hacia Dios. En ese sentido, es lamentable que, en muchas personas, la gran parte de sus oraciones estén enfocadas a pedirle cosas a Dios, lo cual no está prohibido, pero quedarse en eso expresa una visión materialista y utilitarista de la fe. Valorar la grandeza de Dios a partir de que me resuelva lo material, es una fe de lo más pobre, es utilizar a Dios.

La misma parábola en la parte final presenta al hijo mayor que se enoja por el regreso de su hermano, sustentando un derecho y una relación en el hecho de nunca haber desobedecido una sola regla: “hace tanto tiempo que te sirvo, sin desobedecer jamás una orden tuya, y tú no me has dado nunca ni un cabrito para comérmelo con mis amigos” (Lc. 15, 29). La vida implica reglas, pero la esencia y el sentido de la vida no está en las reglas, sino en una sabiduría, en una mística, en el espíritu que penetra lo más profundo del ser.

Una fe materialista, utilitarista, busca respuestas a situaciones temporales, pero no resuelve la vida; por su parte, una fe basada en la legalidad, en el simple cumplimiento, queda en lo externo pero no trasforma el ser. De ahí que la intención de la parábola es conducirnos al entendimiento de un Dios que nos ama por encima de nuestra condición moral y existencial.

Cristo nos propone un Dios que con su amor nos salva, nos rescata, engrandece y dignifica. La fe en un Padre que con su amor marca lo íntimo de nuestro ser, con un sello indeleble; por eso aquel hijo cuando había rebajado su dignidad al grado de no poder comer ni al menos lo mismo que los cerdos, entró en lo íntimo de su ser y ahí recordó que tenía un Padre: “Se puso a reflexionar”, es decir entró dentro de sí. “Y dijo: cuántos trabajadores en casa de mi Padre tienen pan de sobra” (Lc. 15, 17), es decir, reconoció lo más grande y más sagrado: “que tenía un Padre”. Entre todas sus equivocaciones, de lo profundo de su ser resurgió el recuerdo de un Padre que lo amaba. Es el Padre que, desde la más íntimo, nos hace ponernos en camino y volver a la vida: “Enseguida se puso en camino hacía la casa de su Padre” (Lc. 15, 20). Ahí radica la belleza y la fuerza de la fe, el amor de un padre que nos hace levantarnos cada día y ponernos en el camino.

Creemos en un Padre que no nos quiere desprotegidos y por eso nos pone la túnica; que nos dignifica, poniéndonos el anillo; que no nos ve como esclavos y por eso nos pone las sandalias; que se alegra cuando reconocemos su amor misericordioso y por eso hace una fiesta (Lc. 15, 22-24).

¡Señor, que lo único que mueva mi vida sea tu amor, fuera de Él nada más quiero y nada más deseo!

Pbro. Carlos Sandoval Rangel
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