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Perdónanos, Señor, y viviremos

X Domingo del tiempo ordinario

No hay peor desgracia y nunca estamos tan desprotegidos como cuando lastimamos, pervertimos, dividimos, manchamos nuestro interior, que es la parte más profunda y sagrada de nuestro ser. Ahí, en el interior, se guardan los secretos y las fuerzas que nos llevan a enfrentar la vida, y cuando esto no está fortalecido nos volvemos los seres más inciertos. Esa es la experiencia que se nos comparte en el libro del génesis, pero es la experiencia que vivimos cada día cuando nos acosa el pecado. “Después de que el hombre y la mujer comieron del fruto del árbol prohibido, el Señor Dios llamó al hombre y le preguntó: “¿Dónde estás?” Este le respondió: “Oí tus pasos en el jardín; y tuve miedo, porque estoy desnudo, y me escondí” (Gn. 3, 9-10). La división que el ser humano experimenta consigo mismo, con los demás y con Dios es una de las consecuencias más graves del pecado, de la cual se desprenden muchas otras.

Escuchamos en el relato del libro del génesis, cómo frente al llamado de Dios: “¿Dónde estás?”, se manifiesta el miedo del hombre, quien responde: “Oí tus pasos en el huerto, tuve miedo y…”. Pero igual expresa la debilidad: “Estoy desnudo, y me escondí…”, pues el ser humano nunca se siente tan desprotegido como cuando su corazón está divido, cuando sabe que no ha guardado un orden, situación que de inmediato nos impide ver de frente a Dios, por eso nos escodemos y alejamos, a veces, incluso, con el pretexto de que no lo necesitamos; pero en realidad qué corazón puede realizarse de manera plena sin la presencia la amistad de Dios. El pecado produce desconcierto entre los humanos, por eso el hombre y la mujer se acusan mutuamente: “La mujer que me diste por compañera me ofreció del fruto del árbol y comí” (Gn. 3, 12).

Toda esta descripción que nos presenta el génesis nos deja en claro que el pecado es algo que se anida en el corazón, pero que sus consecuencias no se quedan ahí, pues además de que perturban la paz interior, complican el buen trato con Dios y con los demás. Pero esto mismo nos ayuda a dimensionar lo grande que es el perdón de Dios, que no se trata de un simple “no te preocupes, no pasa nada, borrón y cuenta nueva…”. No es ni siquiera decirle a Dios: “No me castigues”, aunque esto también se incluya en el perdón. El perdón, en esencia, es buscar y encontrar en Dios la salud del corazón, es reconstruir la vida desde lo más profundo. Es pedirle a Dios que nos sane, que nos ayude realizar una vida nueva, con la seguridad de que solo Él puede hacerlo y que no nos la va a negar, de acuerdo a las promesas hechas en Jesús: “Yo les aseguro que a los hombres se les perdonarán todos sus pecados y todas sus blasfemias” (Mt. 3, 28).

Solo hay algo que nos priva del perdón de Dios: Desafiar la misericordia divina, por eso la advertencia de Jesús: “Pero al que blasfeme contra el Espíritu Santo nunca tendrá perdón; será reo de un pecado eterno” (Mt. 3, 29). Así es, qué difícil es el perdón de Dios para quienes voluntaria y deliberadamente se cierran a la verdad divina, en eso radica la gravedad de la blasfemia contra el Espíritu Santo. Hay quienes en el colmo de su soberbia rechazan el amor de Dios como si Él fuera su enemigo.

Dios sabía lo gravísimo que era dejar el hombre en el pecado, por eso en el génesis de inmediato ofrece su mensaje de esperanza. Dirigiéndose a la serpiente, que simboliza al demonio, le advierte: “Pondré enemistad entre ti y la mujer, entre tu descendencia y la tuya; y su descendencia te aplastará la cabeza” (Gn. 3, 15), anunciando así la victoria de la humanidad, obtenida después en Cristo; victoria que ahora nos hace acreedores a la posibilidad del perdón divino.

Con cuánta razón le decimos a Dios en el Salmo: “Perdónanos, Señor, y viviremos”. ¿Sin la salud que da el perdón de Dios, qué podríamos lograr en la vida?

Pbro. Carlos Sandoval Rangel.

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