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La oración compromete y engrandece a la persona


XVII domingo del tiempo ordinario

Cuántas veces habremos escuchado decir que “la oración engrandece a la persona”, lo cual es cierto, pero, dicha afirmación exige hacer algunas precisiones; pues no basta que abramos la boca y digamos alguna fórmula religiosa para decir que ya oramos, ni tampoco para que dicha oración nos haga de verdad diferentes. De ahí que la respuesta que Jesús da a los apóstoles ante la petición de: “enséñanos a orar” (Lc. 11, 1), encierre muchos elementos.

Para empezar, Jesús les enseña una de oración hermosísima, “El Padre Nuestro”, que contiene una serie de peticiones referentes a elementos claves para la vida y para la salvación, pero a la vez, cada petición exige un verdadero compromiso de la persona, que a veces no tomamos en cuenta. El “Padre Nuestro” se repite millones de veces todos los días en el mundo, pero no siempre se hace en la conciencia de lo que esto implica. Para ilustrar la profundidad de esta oración, quiero detenerme solo en una de sus peticiones: “Padre, perdona nuestras ofensas, puesto que también nosotros perdonamos a todo aquel que nos ofende” (Lc. 11, 4).

Jesús, al decir: “perdona nuestras ofensas”, está indicando que en el mundo existen ofensas, lo cual nosotros no ignoramos. Ahora, toda ofensa significa actuar contra la verdad y el amor, temas centrales en la vida humana; por lo que superar las ofensas significa rectificar el camino de la verdad y del amor, sin los cuales no podemos realizarnos. Además, esta petición nos abre a una perspectiva nueva en la vida: “la ofensa solo se supera con el perdón y no con la venganza”. Si antes era ojo por ojo y diente por diente, ahora lo que debe reinar es el amor que llega hasta el extremo del perdón, como Cristo lo subrayó y demostró; por eso nos dice: no puedes presentar tu ofrenda en el altar si hay un hermano que tiene una queja contra ti (cfr. Mt. 5, 23). Cristo vino para reconciliarnos, pues sin el perdón cómo podríamos vivir la comunión con Él; de ahí que antes de la última cena, donde instituyó la Eucaristía (la Santa Misa), primero lavó los pies a los apóstoles, es decir los purificó con su amor, y en la cruz le pide al Padre: “Perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc. 23, 34).

Perdonar es brindarse a sí mismo la oportunidad de vivir, por eso Cristo perdonó desde la cruz, para poder resucitar. Perdonar es una decisión que nace de lo más profundo del ser con la intención de recobrar la plena libertad. Quien no perdona, sufre y hace sufrir. Pero perdonar es también invitar al otro a vivir dignamente, ayudarlo a ponerse a la altura de la verdad y el amor. En realidad perdonar no es fácil, por eso necesitamos tanto de Dios y es aquí, en estos terrenos, más que en ninguna otra situación, donde toma su máximo valor la oración. En ese sentido la oración es abrirse enteramente a Dios, pero también con el compromiso de asumir una responsabilidad de fondo, que nos dé la posibilidad de renovarnos y de generar nueva vida.

Perdonar no es fácil, pues como decía el cardenal Newman, Dios mismo pudo crear el mundo de la nada con una sola palabra, pero para superar la culpa y el sufrimiento humano, tuvo que intervenir personalmente a través de su Hijo, quien se entregó a sí mismo para recobrar nuestra libertad. Por eso, nunca tendremos la capacidad de perdonar, con todas las exigencias que esto implica si no es de la mano de Dios. Pedir perdón no es solo una cuestión moral, es una necesidad que compromete todo el ser, bajo el camino del amor y la verdad.

Sin estas exigencias, la oración puede quedarse en rezos que no nacen del corazón, con formulismos externos que no comprometen la persona, esperando que Dios resuelva lo que nos toca a nosotros.

La verdadera oración hace nueva a la persona en su pensar y en su actuar.

Pbro. Carlos Sandoval Rangel
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