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En el camino de la fe se entrelazan el pecado humano y la gracia divina


V domingo del tiempo ordinario

¿Quién es digno de las bondades de Dios? Nadie es digno. Aunque Dios nos llamó a la existencia y pensó en que tuviéramos el universo entero como nuestra maravillosa morada, aunque Él nos formó a su imagen y semejanza y nos compartió su amistad, bastaría el mínimo pecado para perder el derecho de participar de lo que Dios con amor perfecto nos ofrece.

Pero Dios no nos trata desde lo que merecemos, sino por lo que Él mismo es. Por eso en el camino de la fe siempre se entrelazan la gracia y el pecado, la fidelidad divina y la inconsistencia humana, las pretensiones terrenales y los más trascendentes horizontes divinos. De ahí que el evangelizador, el discípulo y, en general, el buen creyente, nunca se confía a sus propias fuerzas, sino que en todo momento busca el auxilio de la gracia, que le fortalece y le ilumina.

En ese sentido, escuchamos a Isaías que exclama: “¡Ay de mí!, estoy perdido, porque soy un hombre de labios impuros, que habito en medio de un pueblo de labios impuros… (Is. 6, 5)”. La consciencia de impureza se vuelve aún más drástica cuando el profeta contempla la grandeza y majestad de Dios: “he visto con mis ojos al Rey y Señor de los ejércitos” (Is. 6, 5). Lo mismo sucede con el apóstol Pedro, quien al ver la pesca milagrosa, se arroja a los pies de Jesús para decirle: “¡Apártate de mí, Señor, porque soy un pecador! (Lc. 5, 8)” Por su parte, San Pablo, frente a la misión sagrada y delicada que Dios le encomienda, se define como un aborto (1 Cor. 15, 8). En realidad no podemos ser buen creyente sin considerar que somos nada frente a la majestad divina.

Desde luego que no se trata de vivir en un continuo reproche por nuestros pecados, pero si es fundamental advertir que sin Dios nuestra vida se desvanece y se vuelve frágil, por eso el camino de la fe lo primero que ofrece es la asistencia divina. Isaías se espanta de su pecado, pero también sigue narrando su experiencia: “Después voló hacia mí uno de los serafines. Llevaba en la mano una brasa… Con la brasa me tocó la boca, diciéndome: Mira: Esto ha tocado tus labios. Tu iniquidad ha sido quitada y tus pecados están perdonados” (Is 6, 6-7). Igual, Jesús se dirige a Pedro para indicarle con contundencia: “No temas; desde ahora serás pescador de hombres” (Lc. 5, 10). Pablo, por su parte, nos dice: “Por la gracia de Dios, soy lo que soy” (1 Cor. 15, 10). Con justa razón el Papa Benedicto XVI, a propósito del año de la fe, nos dice: “En este año será decisivo recordar la historia de nuestra fe, donde se entrecruzan la santidad y el pecado” (Porta fidei). Así ha sido el caminar de todos los pueblos, de la Iglesia y de cada creyente. El camino se vuelve incierto, a casusa del pecado, pero se llena de esperanza al saber que no estamos solos, que por encima de nuestras limitaciones, contamos con la asistencia divina.

“Mientras que Cristo, Santo, Inocente, sin mancha (Hb 7, 26) no conoció el pecado, sino que vino solamente a expiar los pecados del pueblo (cfr. Hb 2, 17), la Iglesia, abrazando en su seno a los pecadores, es a la vez santa y siempre necesitada de purificación, y busca sin cesar la conversión y renovación” (L. G. 8).

Bajo la conciencia de nuestras limitaciones, pero también con la confianza en la fidelidad y bondad divina, qué saludables se vuelven las palabras del salmista: “Señor, tu amor perdura eternamente; obra tuya soy, no me abandones”



Pbro. Carlos Sandoval Rangel
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