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Creemos en un Dios de vivos y no de muertos


X domingo del tiempo ordinario

Solo Dios puede darle un sentido pleno a nuestra existencia, pues en los dones que Él nos ofrece está incluida la vida misma. Fuera de Dios, todas las cosas y realidades son intrascendentes, son medios que nos ayudan en situaciones inmediatas y pasajeras, que aportan a lo que ya tenemos, la vida que Dios nos ha dado. Dios, en cambio, es el Señor de la vida, que nos permite trascender hasta lo más sublime.

El libro de los Reyes y el evangelio de San Lucas nos presentan, cada uno, un acontecimiento similar: “La muerte del hijo único de una viuda”. En el primer caso, el profeta Elías se hospeda en casa de una viuda y resulta que muere el hijo único de aquella mujer, por lo cual el profeta clama a Dios para que se compadezca de ella. Dios misericordioso le devuelve la vida al joven, lo cual hace entender a la viuda que Elías es efectivamente un hombre de Dios: “Ahora sé que eres un hombre de Dios y que tus palabras vienen del Señor” (1 Re. 17, 17-24). Jesús, por su parte, va entrando a Naím, acompañado de sus discípulos, y resulta que se encontró con que sacaban a enterrar a un muerto, hijo único de una viuda. Jesús se compadece de la viuda, resucita al joven y se lo entrega a su madre, lo que provocó que todos comenzaran a glorificar a Dios, diciendo: “Un gran profeta ha surgido entre nosotros. Dios ha visitado a su pueblo” (Lc. 7, 11- 17).

Ahora, ante estos milagros, lo importante no es el hecho, sino el significado. Elías luchaba contra el culto a un dios falso, Baal; pero este milagro lo reafirma como el servidor del Dios verdadero. Jesús lucha contra los malos entendidos respecto a Dios, pero este hecho lo acredita como el enviado de un Dios que es misericordioso, dueño de la vida y cercano a su pueblo: “Dios ha visitado a su pueblo”. Con estos milagros, Dios se revela como el Dios que toma al hombre muerto y lo transforma. Pero, como sabemos, el hombre muere no solo cuando pierde la vida en una dimensión biológica, sino también cuando su vida pierde sentido, cuando su corazón no ama, cuando el odio y la envidia corrompen sus entrañas, cuando vive para las cosas que se acaban o simplemente cuando el pecado oculta la belleza de su ser.

Desde el Dios que da vida, que es cercano y misericordioso, la vida vuelve a tomar significado, como sucedió con aquellas viudas: En el antiguo oriente, la vida de una viuda sin hijos perdía todo significado, pues sin el marido se perdía la pertenencia legal, la pertenencia afectiva y el sostén económico; pero si a aquella mujer le quedaba un hijo, ella podía recobrar esa pertenencia cuando su hijo fuera mayor de edad; pero si no tenía hijos, entonces perdía toda esperanza, por lo que su vida quedaba marcada por el desprecio y la ignominia. De modo que estos milagros son no solo el signo de la presencia del Dios que da la vida, sino también del Dios que da sentido y contenido a la vida misma.

Los otros dioses son dioses de muerte, pues son hechura humana, no oyen, no hablan; pero el Dios de Elías y de Jesús es un Dios que con su presencia amorosa siempre genera vida, y como lo mostraría un día Jesús, nos da no solo vida terrenal, sino también vida eterna: “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo, el coma de este pan vivirá para siempre”.

De verdad, cuánto debemos pedir perdón a Dios por las veces en que nos hemos olvidado de su amor que nos da vida, prefiriendo otras cosas que siembran en nosotros confusión y muerte.

Pbro. Carlos Sandoval Rangel
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